Terapia de sutura: del bucle mental al cierre emocional
Jeff Hawkins (2004) propuso el famoso Memory‑Prediction Framework (marco de memoria‑predicción) en el que sugería que el cerebro no es un ordenador que calcula, sino principalmente un sistema de memoria que modela el mundo para predecir eventos futuros. En su visión, la inteligencia surge de esta capacidad de anticipación, basada en una jerarquía de patrones almacenados en el neocórtex.
El ingeniero norteamericano cuenta que, en abril de 1986, reflexionando sobre qué significa realmente «entender» algo, se dio cuenta de que su cerebro reconocía y comprendía el entorno sin necesidad de generar ninguna acción. Al imaginar que aparecía un objeto nuevo —una taza azul— en su oficina, entendió que lo notaría de inmediato como algo que «no pertenece». Esto lo llevó a una intuición fundamental: el cerebro no solo reacciona al mundo, sino que constantemente hace predicciones basadas en la memoria. Cuando algo no encaja con esas predicciones, llama nuestra atención. Así surgió su idea central: la comprensión es el resultado de un proceso de predicción continua y automática, que ocurre incluso sin que seamos conscientes de ello.
Esta capacidad de anticipar lo que vamos a percibir no se limita a los objetos físicos. Todo en nuestra vida —desde una conversación hasta una relación afectiva— está atravesado por expectativas internas que nos permiten movernos con agilidad por el mundo, idea respaldada también por la teoría del cerebro predictivo, desarrollada por el neurocientífico Karl Friston, quien sostiene que la función principal del cerebro es anticipar el mundo y minimizar el error entre lo esperado y lo real.
En este sentido, podríamos decir que los «prejuicios», entendidos como esquemas mentales previos, son necesarios. Si tuviéramos que evaluar cada situación desde cero, no seríamos capaces ni de salir de la cama. ¿Está el suelo en su sitio? ¿Tengo fuerza suficiente para ponerme de pie? ¿Cuánta fuerza he de emplear al apoyarme?
Sospecho que, desde un plano emocional, nuestros sentimientos también están modulados por un esquema predeterminado. Un marco creado a partir de expectativas, deseos, planes, o la anticipación en general. Cuando se ven truncados dan paso a un estado de frustración, decepción, vulnerabilidad.
Nos duele cuando la persona a la que queremos nos abandona, nuestros hijos no se comportan como queremos, cuando no aprobamos el examen que tanto habíamos estudiado, o si no hemos sido promocionados después de meses de entrega en el trabajo.
A diferencia de un objeto novedoso que irrumpe en nuestro campo de visión, y al que nuestro cerebro se encargará de categorizar casi de manera automática, la materialización de una decepción emocional nos genera un estrés en el que el cerebro parece perderse y acaba entrando en bucle en modo obsesivo.
En una primera instancia, ante una decepción emocional, el cerebro se atribuye también la responsabilidad de clasificar el estado novedoso, entenderlo, explicarlo, atribuirle sentido. Explicación que enseguida da paso a pensamientos contrafactuales, estériles cuando no dañinos: si hubiera hecho tal cosa, esto no hubiera pasado; ¿y si le llamo y le convenzo de lo contrario? A lo que él mismo se respondería: no, de nada sirve que le llame… y vuelta a empezar.
Todo apunta a que no somos capaces de digerir un daño emocional con palabras. El cerebro clasifica, pero no nos cura del elemento perturbador que, de alguna manera, potencia la generación de más palabras. Incluso parece que cuantas más palabras produce más daño provoca, o sea, lo que la psicóloga Susan Nolen-Hoeksema llamó rumiación: un tipo de pensamiento repetitivo que, lejos de ayudar a resolver el malestar, lo mantiene activo e incluso amplifica.
Y aquí la diferencia con la famosa taza azul de Hawkins se vuelve crucial. La taza, al no implicar un vínculo afectivo, puede ser categorizada y olvidada con rapidez. Una vez identificada, deja de llamar nuestra atención: «Es la taza de mi compañero de trabajo, ya está.»
Pero ante una decepción emocional, el proceso se atasca. El estímulo no se apaga con la categorización; persiste, vuelve, se transforma en pensamiento circular. Por mucho que en un principio nos digamos que «no era la persona adecuada para mí» o «seguro que voy a encontrar otra en breve», la información no se registra, no cala. Al cabo de un rato rebrotan esos pensamientos del tipo «era el amor de mi vida», «no valgo para este trabajo», «nunca voy a encontrar una pareja», «soy una mala madre».
Dicen que el tiempo lo cura todo. Muchas de las decepciones de nuestro pasado, vistas desde la distancia, resultan menos dramáticas o, al menos, no merecedoras de tanto sufrimiento mental. Y, sin embargo, en su momento no pudimos evitar castigarnos. Aquí hay algo no va: ¿no somos animales racionales? ¿Por qué caemos una y otra vez en la misma trampa, a pesar de saber que esos pensamientos no ayudan? Dar vueltas mentales sobre una herida emocional no arregla el problema.
Tal vez el problema no sea la falta de razón, sino la forma en que la usamos: demasiado tarde, demasiado insistentemente, demasiado al servicio del dolor. ¿Y si la usáramos de otro modo, solo una vez, con precisión quirúrgica? ¿Si, en lugar de buscar más explicaciones, selláramos la herida con una fórmula clara y estable?
Desde el momento en que somos capaces de reconocer, con palabras, que nuestro sufrimiento no lleva a ninguna parte, podemos otorgar al pensamiento una última función útil. Pero solo una. Una vez producido el daño, usemos el intelecto para formular la respuesta más racional posible a lo que ha pasado. Tres puntos bastan. Pongo un ejemplo: no hemos aprobado el examen que tanto habíamos estudiado.
- «Hice todo lo posible.»
- «No siempre depende solo de mí.»
- «Aprenderé de los errores.»
Escribimos estas frases en una hoja y la mantenemos a mano. Nuestro pensamiento ya ha cumplido su función: ha clasificado, ha entendido. Ahora se trata de respetar esos tres puntos sin añadir ni quitar nada, igual que haríamos con una sutura. En momentos de desesperación, no hay que buscar respuestas nuevas: basta con volver a leer lo que ya sabemos.
Durante un tiempo, dolerá. Los pensamientos punitivos van a irrumpir, lo queramos o no. No depende de nosotros, del mismo modo que no elegimos el dolor tras una herida física.
Pero sí podemos elegir no tocarla. No manosear la herida. Cuanto menos caso hagamos a los pensamientos, menos poder tendrán.
A veces, lo más sensato no es seguir buscando razones, sino —como propone Steven C. Hayes en su Terapia de Aceptación y Compromiso— sostener con calma una respuesta mínima, clara y compasiva; dejar de luchar contra el sufrimiento a fin de poder avanzar con claridad.
Con el tiempo, el organismo hará lo suyo. La herida cerrará. Entonces sí: ya podremos mirarla, incluso mostrarla con cierta dignidad. Como una cicatriz que atestigua que pasamos por ahí y sanamos.
Al fin y al cabo, el dolor emocional no es más que una predicción fallida que se resiste a morir. Y como no puede ser categorizado con la misma rapidez que una taza azul, buscamos palabras, causas, soluciones imposibles. Pero el verdadero alivio no llega por comprender más, sino por dejar de buscar. Por eso, cuando ya hemos entendido lo esencial, solo queda una cosa sensata por hacer: coser la herida y dejarla cerrar.
Referencias breves
- Hawkins, J. (2004). On Intelligence.
- Friston, K. (2010). The free-energy principle.
- Nolen-Hoeksema, S. (2000). Rumination and depression.
- Hayes, S. C. (1999). Acceptance and Commitment Therapy.