Lo llaman lenguaje, aunque no es nativo de ningún animal terrestre. Posee gramática, sintaxis y semántica, pero no funciona en una conversación. Nadie lo entiende y, sin embargo, la mayoría de las personas lo necesita. ¿De qué estamos hablando? Del código: ese jeroglífico que solo una máquina puede leer y que, hoy en día, sostiene buena parte de nuestras comunicaciones.
Aunque lo tratemos como un idioma, el código no busca expresar nada. No describe emociones, no narra recuerdos, no seduce ni consuela. Su misión consiste en ordenar símbolos con una precisión tiránica, con el único fin de que una máquina los ejecute sin rechistar. Es un lenguaje autoritario: un sistema que no comunica ideas, sino instrucciones. Un conjunto de reglas que no admite dudas, ironías ni silencios.
En cambio, nuestro lenguaje humano vive en el error. Es heurístico¹ por naturaleza. Nos entendemos incluso cuando hablamos mal, cuando improvisamos, cuando dejamos frases a medias o confeccionamos metáforas imposibles. Esa capacidad de soportar el caos —de interpretarlo— nos define como especie. La gramática es secundaria; pensamos en lo que queremos decir y, de su lado, las áreas de Broca y Wernicke² escupen lo que buenamente pueden.
Hasta la propia IA se apoya en el error. Lo necesita como punto de partida y como combustible. Sus modelos generativos, esos artefactos que imitan la escritura humana, funcionan precisamente así: no ejecutan instrucciones, sino que predicen. Mira a Gepeto³: tantea, se aproxima, se equivoca y corrige. En cierto modo resulta más humano que el propio código que lo originó, porque acepta la incertidumbre como parte del significado. No busca exactitud, sino sentido.
Conviene recordar, además, que modelos como Gepeto no se programan en el sentido tradicional. No reciben bloques de código que especifiquen qué hacer en cada caso, sino instrucciones escritas en nuestro propio idioma: preguntas, descripciones, indicaciones, ejemplos. Son máquinas dirigidas por palabras humanas, no por algoritmos imperativos. No siguen un conjunto de órdenes detalladas; más bien responden tratando de ajustarse al sentido general que el prompt⁴ sugiere.
Espera. Estoy divagando, en realidad quería hablar de la preposición para…
No me gustan los paras, lo confieso. Hace tiempo que procuro evitarlos. En cuanto me despisto se entrometen en mi narración, uniendo proposiciones de manera categórica y facilona. Cuando me quiero dar cuenta han impuesto un destino, una finalidad, un objetivo implícito que empuja la frase en línea recta. Cada vez que uso un «para», noto una punzada de culpabilidad, como si de nuevo hubiera tomado ese atajo mental resobado: un salto idéntico al viejo GOTO⁵ de los lenguajes algorítmicos, la instrucción rígida que interrumpe el flujo y lo arroja hacia un punto concreto, sin derecho a divagar.
Denuncio la certeza que implica el «para». En un mundo donde el lenguaje humano se permite fallar, improvisar y perderse, esta preposición surge como un recordatorio de que la frase podría —o debería— tener un destino. Prefiero la idea de un idioma que respire sin obedecer rutas preestablecidas, determinísticas.
Incluso los lenguajes de programación modernos abandonaron GOTO en favor de estructuras más elegantes: bucles, funciones, condiciones. Mecanismos que permiten fluir, que otorgan sentido sin imponer una trayectoria absoluta. Ese cambio no solo mejoró la legibilidad del código; también sembró la lógica que luego inspiró los modelos generativos. Un sistema capaz de iterar, abstraer y modular ideas.
Y de fallar…
Ahí es donde aparece algo que los obstinados algoritmos no pueden imitar: nuestra relación paradójica con la ambigüedad. El lenguaje humano es flexible, tolera significados borrosos, metáforas torcidas, contradicciones pasajeras. Nuestro pensamiento también. En teoría, deberíamos movernos con soltura en ese terreno incierto; aceptar que comprender es tantear, no ejecutar. Sin embargo, a menudo hacemos lo contrario. Nos aferramos a convicciones nacidas en la adolescencia, como si fueran líneas de código inmutables. Esa resistencia a revisar nuestras propias ideas —a tolerar que quizá estén incompletas— recuerda a lo que Thomas Sowell describía en A Conflict of Visions⁶: la tensión entre quienes aceptan la imperfección humana como un dato del mundo y quienes creen que basta desear un ideal y así alcanzarlo.
La paradoja es evidente: disfrutamos de un lenguaje que permite ambigüedad, pero nos aterra la incertidumbre. Tendemos a la polarización, donde se premia la certeza y se castiga la duda, como si movernos entre matices fuera un gesto de debilidad. Es curioso que, teniendo un lenguaje capaz de sostener múltiples interpretaciones, desaprovechemos esa virtud y acabemos encerrados en una única lectura.
Mira por dónde, todo empezó por una tontería: me molestaba usar la preposición para. No porque su uso esconda una verdad profunda sobre el lenguaje, sino porque la repito más de lo que me gustaría y me da rabia verlo después. Quise entender por qué me chirriaba… y, sin darme cuenta, acabé pensando en el GOTO, en cómo escribimos código, en lo mal que gestionamos la ambigüedad, y hasta en Thomas Sowell. Así funciona la mente: uno sigue un hilo suelto y termina en un sitio que no planeaba visitar.
Como diría mi hija, «ni tan mal». Igual la gracia del lenguaje —y de nosotros mismos— está precisamente ahí: en que no siempre sabemos adónde vamos, pero vamos. A veces con precisión quirúrgica, a veces improvisando como Gepeto, y a veces arrastrando ideas viejas que tratamos de reciclar. Es un proceso desordenado, sí, pero también fértil. Nos permite desviarnos, revisar, dudar un poco más de lo que nos gustaría… y seguir pensando.
Así que no, no he resuelto mi problema con el para. Tampoco es tan urgente. Pero me sirve como recordatorio de algo más interesante: que la incertidumbre no es un fallo del sistema, sino el lugar donde empiezan las ideas.
Notas
¹ “Heurístico” no significa “informal” ni “chapucero”, aunque a veces lo parezca; significa que funciona por tanteo, por aproximaciones, como hacemos casi todos cuando intentamos recordar dónde dejamos las llaves.
² Áreas de Broca y Wernicke: dos regiones del cerebro implicadas en la producción y comprensión del lenguaje. Su coordinación no siempre es perfecta, lo cual explica más de un tropiezo lingüístico cotidiano.
³ Gepeto: nombre no tan arbitrario para referirme a cualquier modelo generativo. No es inteligente, pero hace buena compañía.
⁴ “Prompt”: la frase o conjunto de indicaciones con las que intentamos orientar a la IA. No siempre acierta, pero suele encontrar un camino creíble.
⁶ Thomas Sowell, A Conflict of Visions: ensayo clásico que describe dos maneras de entender la naturaleza humana. Una enfatiza nuestras limitaciones; la otra confía más en la capacidad de mejorar el mundo a voluntad. Estas visiones de fondo —a veces inconscientes— influyen en cómo interpretamos los conflictos y las instituciones. Ayudan a explicar por qué, ante los mismos hechos, personas razonables sacan conclusiones tan distintas.
En la redacción de este artículo no se ha maltratado ningún “para”.
