Cuando oigo el dicho de “quien no llora no mama” pienso en los pajaritos en el nido estirando sus cuellos y abriendo a más no poder sus picos. O en la pieza del cómico Brian Regan, cuando acude al hospital y lo instalan en una habitación compartida, separado por una cortina de un paciente misterioso que no deja de gemir. Regan, desesperado porque así nadie va a venir a verlo, decide que si quiere que lo atiendan primero tendrá que superar los quejidos del otro —como si fuera un concurso de lamentos— y empieza a gemir aún más fuerte, hasta convertir la planta entera en un coro fantasmagórico de pacientes compitiendo por atención.
En un escenario como ese, la queja cumple su función biológica sin demasiados matices: es un mecanismo para asegurarse de que alguien acuda en nuestra ayuda antes que al de al lado.. Podríamos catalogarla como una queja instrumental. El término lo he tomado prestado de un artículo de Psychology Today, al que volveremos más tarde.
De momento, si soy sincero, mi experiencia me dice que la mayoría de nuestras quejas no persiguen ningún propósito concreto. El comportamiento se asemeja a una rumiación disfrazada. No libera: consolida el malestar.
Según Michael Hunter, la neurociencia confirma esta hipótesis.
- La queja hiperactiva el sistema de alerta (salience network).
- Refuerza circuitos neurales de negatividad por repetición.
- Dispara hormonas del estrés (cortisol, adrenalina).
- Apaga el córtex prefrontal (toma de decisiones, creatividad).
- Reduce volumen del hipocampo (memoria y resiliencia).
No creo que, en este caso, estemos hablando del mismo tipo de queja que la de Brian en su cama de hospital. Más bien, se alínean con los otros dos tipos descritos en el artículo de Psychology Today:
- Los quejicas crónicos. Tienden a darle vueltas a los problemas y a centrarse en los reveses en lugar de en el progreso.
- Los quejicas egocéntricos. Tienden a centrarse en sí mismos y en su propia experiencia, presumiblemente negativa. Al mostrar su enojo, frustración o decepción, buscan la atención de sus confidentes.
Esta clasificación encaja con el artículo de Wikipedia sobre el comportamiento quejumbroso:
- Instrumental complaining. Este tipo recuerda a la reacción de paciente caricaturizado por Brian Regan: quejarse para conseguir algo —un cambio, una solución, una intervención. Es una queja orientada a un objetivo concreto y normalmente eficaz si el entorno responde.
- Expressive complaining. Se parece mucho a la rumiación disfrazada. Son quejas que no pretenden cambiar nada; simplemente liberan tensión. Lo hacemos con el tráfico, el mal tiempo o cualquier contratiempo menor. Su efecto es catártico a corto plazo, aunque su utilidad a largo plazo es cuestionable. Según algunos estudios citados en el artículo, casi la mitad de las quejas cotidianas son de este tipo: puro “blowing off steam” (desahogo).
- Social complaining. Esta categoría funciona como pegamento social. Es la queja para integrarse: colegas que se unen contra una política absurda o amigos que se compadecen mutuamente de sus desgracias sentimentales. Es menos individualista que la queja egocéntrica mencionada antes, pero comparte con ella que el objetivo no es resolver nada, sino reforzar vínculos a través de una insatisfacción compartida.
- Chronic complaining. Aquí encajan los “quejicas crónicos”. No reaccionan a un problema concreto, sino que interpretan la realidad a través de un filtro sistemáticamente negativo. Su umbral para la queja es mínimo y la tendencia se retroalimenta: cuanto más se quejan, más evidencias encuentran para seguir haciéndolo.
Yo soy el primero en quejarme por vicio. Y cuando digo “por vicio”, lo digo de manera literal: a base de quejas he ido surcando los circuitos neuronales por los que circulan con más facilidad estos pensamientos negativos. Sé que no me hace bien: si la queja no cambia nada fuera de nosotros, nos cambia por dentro.
